La clave para formular nuestra Propuesta de Valor

Dra. Gertie M. Agraz Boeneker
ASYMETRIA

Hace algunos años, como parte de un proyecto de clase, un grupo de mis alumnos debían entrevistar a la dueña de un local de jugos y yogurts, y a sus clientes. En su entrevista, la dueña del local les reveló con orgullo su ingrediente secreto: Canela. Posteriormente, al entrevistar a los clientes del local, mis alumnos recibían respuestas como esta: “Todo está muy bien, lo único malo es que la señora a todo le pone canela”.

Este relato, nos ayuda a ver de una manera muy sencilla un error que podemos cometer en nuestras empresas cuando pensamos que a nuestro cliente le gustan las mismas cosas que nos gustan a nosotros. En algunas ocasiones, esto puede resultar cierto, sin embargo, en otras, las preferencias de nuestros clientes pueden no ser exactamente como las imaginamos, o incluso pueden cambiar sin que nos demos cuenta.

Las empresas se crean para vender algo a un cliente. Pero, al pasar el tiempo, nos olvidamos del cliente y nos enfocamos en el producto o servicio que vendemos: sus características específicas, dimensiones, colores, sabores, modelos, funciones. Observamos a la competencia y tomamos decisiones de porqué lo que otros hacen no les gusta a los clientes y decidimos que nuestra opción será mejor porque es personalizada o automatizada, o más grande, o más pequeña, con más o menos accesorios, o más barata. Cuando cambiamos nuestro enfoque, del cliente al producto corremos el riesgo de perder al cliente.

La definición del cliente es un primer paso en la creación de nuestras empresas, algo que hacemos muy bien en esas etapas iniciales de nuestro emprendimiento, sobre todo si empezamos en una incubadora, donde se nos invita a “salir del edificio y descubrir a nuestro cliente” (Blank & Dorf, 2012): preguntar quién es, qué problemas tiene, qué le gusta y qué no le gusta, cuando y por qué razón compraría nuestro producto o servicio, y a qué precio. El proceso de descubrimiento nos lleva una y otra vez al cliente, hasta que tenemos la seguridad de que lo conocemos, y sobre todo la seguridad de que va a comprar lo que queremos venderle. Podemos pensar que a medida que nuestra empresa adquiere más clientes, también crece el conocimiento que tenemos de nuestro cliente, sin embargo, es posible que esto no ocurra a menos que tengamos mecanismos que nos ayuden a recolectar información del cliente de manera permanente, y construir una propuesta de valor que refleje lo que nuestra empresa es capaz de ofrecerle.

De acuerdo con Mark W. Johnson (Seizing the White Space, 2010), una empresa exitosa está impulsada por una propuesta de valor robusta, es decir, impulsada por “un producto o servicio, o la combinación de ambos que ayuda a los clientes a realizar un trabajo o resolver un problema de la manera más efectiva, conveniente, y asequible, a un precio determinado”. Mas que escuchar la voz del cliente o tratar de entender sus necesidades, que muchas veces definimos en formas muy amplias, es necesario entender el trabajo que el cliente quiere hacer, y la capacidad de nuestro producto y/o servicio para realizar ese trabajo. Entonces podemos segmentar al cliente ya no por su edad y otras características demográficas o económicas, sino de acuerdo con el trabajo que quiere ver realizado.

Les platico un ejemplo. A mi me gusta tomar café. Generalmente, el café hace el trabajo de mantenernos despiertos y alerta mientras trabajamos o estudiamos. Si pensamos un poco, podemos notar, que ese trabajo puede hacerlo el café instantáneo, o una pastilla de cafeína, o incluso, una barra de chocolate, o un refresco de cola con la misma eficiencia que lo haría una buena taza de café recién hecho. En mi caso, el café lo tomo durante la mañana, y no solo hace el trabajo de mantenerme despierta, sino también de motivarme a iniciar el día: compro café en grano, lo selecciono por su sabor y su olor, y lo muelo antes de colarlo en mi cafetera. El trabajo que hace para mi una taza de café nunca podría hacerlo el café instantáneo y mucho menos una pastilla de cafeína... o una barra de chocolate.

De acuerdo con Johnson (2010), entender el trabajo que el cliente quiere realizar es un paso anterior al diseño de un producto o servicio que realice ese trabajo en una forma única y original. Es decir, una vez definido el trabajo, es posible encontrar más de un producto que puede realizar ese trabajo, unos mejor que otros, unos más originales que otros, siempre a un precio que el cliente esté dispuesto a pagar: trabajo y producto se combinan en la forma de una propuesta de valor que es el principio de un modelo de negocio exitoso.

Desarrollar una propuesta de valor con esas características requiere mantener nuestra atención en el cliente de una manera continua y sistemática para darnos cuenta de los trabajos que no puede realizar de una manera satisfactoria. Es necesario desarrollar una capacidad de observación y recolección de información, a través de encuestas, o analizando la causa de sus quejas, las cuales en muchos casos son su forma de decirnos que nuestro producto o servicio no está alcanzando a realizar el trabajo que ellos contrataron al comprarlo. Todo esto es más fácil en establecimientos en donde podemos ver al cliente que llega todos los días, o en aquellos servicios que proporcionamos directamente en el domicilio de nuestros clientes donde podemos ver no solo al cliente, sino también su entorno, y tal vez imaginar o entender otros trabajos para los cuales podemos crear nuevos productos y/o servicios. Pero, independientemente de cuál sea nuestra empresa, tenemos que ver que lo más importante en el proceso es mantener con el cliente una comunicación constante y recoger la información que nos ayude a entenderlo y atenderlo mejor. Dejar de ver el producto para voltear nuevamente al cliente como en los primeros días de nuestra empresa.

Referencias:

Blank, S., & Dorf, B. (2012). The Startup Owner's Manual. The Step-by-Step Guide for Building a Great Company. Pescadero, California: K&S Ranch, Inc. Publishers.

Johnson, M. W. (2010). Seizing the White Space. Boston, Massachusetts: Harvard Business Press.

Fotografías por: Daria Nepriakhina y Mike Kenneally en Unsplash.com

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